Pequeños placeres pero frecuentes

María y yo llegamos a Lima en febrero de 2014. En febrero en el hemisferio sur es verano, no como aquí ahora que hacer un frío que pela. Los días suelen ser soleados y bonitos. Una ciudad soleada mirando al océano Pacífico. Eso nos creo la necesidad, hijos de la Tierra de Campos, teníamos mar hasta que se independizó Cantabria, de tener una casa en la que al menos una ventana diera al Pacífico.
El caso es que a los 8 días de estar en esa casa la adaptación hedónica había hecho su trabajo y ya no veíamos el océano. Se había convertido en parte del paisaje y había dejado de ser relevante. No como la terrible humedad que entraba cada vez que abríamos esa maldita ventana. A otra cosa.
Tendemos a sobrevalorar el impacto de los acontecimientos anticipados pensando que quizá nos ofrezcan una felicidad duradera. Los placeres nos parecen mejores cuando los perseguimos que cuando los alcanzamos. Te compras un móvil nuevo, le pones funda y protector de pantalla pero a la semana ya te da igual que se caiga al suelo y no notas mucha diferencia con el viejo móvil.
Trabajamos mucho persiguiendo un ascenso, un aumento de sueldo, un nuevo contrato… para poder comprar un coche nuevo, una casa mas grande… pensando que eso nos hará felices y lo hace, pero solo un rato. Quizá luchamos por algo que nunca llegue. Que ni siquiera depende de nosotros.
Ni mi cuerpo ni mi bolsillo me permiten beber una botella de un buen vino de la Ribera los martes, los jueves y los sábados, así que en lugar de beber mucho Mayor de Castilla bebo poco Mauro. Pequeños placeres pero frecuentes.
Levantarme, hacer café en una prensa francesa, olor a tostadas por la mañana y desayunar en familia mirando al campo mientras nieva justo antes de ir en bici a la guardería. Pequeños placer pero todos los días.
De primero de Estoicismo: “No imagines tener la cosas de las que careces. Elige las mejores cosas que tienes e imagina cuánto las extrañarías si las perdieses”.
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